LA SIGNIFICACIÓN PROFUNDA DEL TIRO CON ARCO

 (Tercera parte)

Ricardo García de Celis

Respetando la cronología histórica más aceptada, la siguiente gran civilización antigua en
cuyo seno el arco y la flecha tuvieron también una marcada importancia sería la indostánica. El
peso específico que esta civilización tiene, sobre todo en la trayectoria espiritual de la
humanidad, resulta enorme y, habida cuenta de nuestros pobres conocimientos, no deja de
parecernos un atrevimiento escribir sobre ella, aunque solo sea en relación a un tema tan
concreto como el del tiro con arco. Nos ampararemos, pues, en la benevolencia del amable lector
antes de continuar con esta tercera parte, algo más extensa que las anteriores.
La llamada civilización del Indo entró en la historia hará unos 4.500 años gracias a una zona
hoy perteneciente casi por completo a Pakistán. Al igual que sus antecesoras, gozó de
prosperidad gracias a la fertilidad de un gran río: el Indo. En el valle del Indo se asentó una
colectividad bastante igualitaria que evolucionó como sociedad para construir ciudades
altamente organizadas, crear un tipo de escritura -luego desaparecida- y establecer destacables
lazos comerciales con otros lugares, algunos tan lejanos como el actual Afganistán, el Golfo
Pérsico o la China de la primera dinastía Xia. Sin embargo, como civilización duró poco,
comparada con las anteriores (sobre todo con la egipcia, que se prolongaría por más de 3.000
años), pues alrededor del 1.750 a. de C. colapsó por motivos que, en la actualidad, son objeto de
debate entre los especialistas. Se trataba, al parecer, de una pacífica civilización de hábiles
artesanos e industriosos mercaderes y no tenemos conocimiento del uso de arcos en ella,
aunque no resulta difícil pensar que los emplearan, al menos para la caza, un medio tradicional
mediante el que cualquier pueblo agricultor del pasado obtenía carne para complementar su
dieta alimenticia. Tal vez usaran los enormes arcos de caña de azúcar (cultivo que se daba ya
entonces en las riberas del exuberante Indo) que, siglos después, portarían los arqueros indios
de los multiétnicos ejércitos persas en las guerras médicas (490-449 a. de C.), según sabemos
por los relatos del historiador griego Herodoto.
Coincidiendo con el declive de la civilización del Indo, se iniciaron las invasiones arias de la
India, ocupada en aquel entonces por los drávidas, sus habitantes originales de piel oscura y
delgada complexión. Los arios, pueblos indoeuropeos procedentes de las estepas del Caspio, de
piel clara, mucho más robustos y altivos, guerreros por naturaleza, dominaron sin excesivos
problemas aquella inmensa región fluvial (mucho mayor que la mesopotámica o la egipcia)
empujando a sus pobladores hacia el sur y el este de la península indostánica. Estos nuevos
gobernantes, que adoraban el fuego y una serie de divinidades naturalistas, impusieron nuevas
normas sociales -con ellos en la cúspide- que desembocarían en el rígido sistema de castas
hindúes que ha llegado hasta el presente.
Suponemos que los arios llevaron a la India sus arcos compuestos influyendo, probablemente,
en los que fabricaban ya los habitantes locales y que éstos, a su vez, fuesen semejantes a los
que, con posterioridad, usaron los ejércitos indios que se enfrentaron a las falanges de Alejandro
Magno, que arribarían en el 327 a. de C. El famoso conquistador macedónico sufriría en la India
varias heridas graves causadas por flechas, una de las cuales le atravesó un pulmón y casi le
costó la vida. En aquella épica aventura en los límites del mundo conocido entonces, las tropas
de Alejandro (que, agotadas, acabarían por sublevarse y obligarían a su rey a volver sobre sus
pasos) lograron vencer a enormes ejércitos provistos de centenares de elefantes de guerra. Esto
fue posible, en buena parte, merced a los arqueros tracios del invasor macedónico, quienes, con
su legendaria puntería, abatieron a los cornacas y demás ocupantes de los temibles pero también
temerosos paquidermos que, sin guías, presas del pánico y lanceados por los hoplitas de
Alejandro, aplastaron a los propios soldados indios de a pie. No dejan de apenarnos todos estos
hechos históricos en donde, además de darse terribles carnicerías entre hombres, se hacía sufrir
y morir a animales tan nobles e inteligentes como los elefantes o los caballos.
A partir de la llegada de los arios, la bonanza en el subcontinente indio comenzaría, poco a
poco, a bascular hacia su otra gran cuenca fluvial, la del Ganges, llegando a su máximo apogeo
hacia el siglo VI a. de C., el mismo que daría luz al Buda Shakyamuni, nacido en Lumbini,
población del actual Nepal. Con los arios se inició la era de los “Vedas”: cánticos de alabanza a
los dioses (transmitidos oralmente al principio), fermento del vedismo, religión substitutiva de
las primitivas creencias animistas locales. Sobre el 1.200 a. de C., con la reimplantación de la
escritura (recordemos que ya existía un tipo de escritura en el valle del Indo, si bien
desapareció), estos cánticos pasaron a ser redactados en cuatro libros –el más antiguo sería el
“Rig Veda”-, los cuales otorgarían a los sacerdotes brahmanes (la primera y más privilegiada de
las castas) una guía de sacramentos con los que ejercían el poder sobre las gentes.
Creemos, no sin cierto temor a equivocarnos, que la gran gnosis arquera hindú es posterior a
esta época que se nos antoja algo oscura. Gnosis arquera que abarcaba no pocos ámbitos de la
sociedad, incluyendo al enorme panteón de dioses y diosas del hinduismo, religión sincrética,
mayoritaria en la India actual, que bebe de fuentes anteriores, vedismo incluido. Puede verse en
pinturas, esculturas, relieves, etc. que muchos de estos dioses o diosas empuñan armas -el arco
entre ellas-, pues, más allá de su evidente función guerrera, una lectura más profunda nos hace
ver que dichas armas son divinas, plenas de simbologías espirituales y dotadas, así mismo, de
poderes sobrenaturales. La rica y variada cultura hindú haría del arco no solamente un arma de
caza o de guerra sino también, y por vez primera (al menos que nosotros sepamos), un soporte
sagrado, trascendente, mediante el cual atravesar “el velo de maya ” –si se nos permite la licencia
poética-, o sea, las ilusiones del mundo fenoménico. Por si esto fuese poco, la literatura antigua
de la India (incluyendo los textos budistas) está repleta de alusiones al tiro con arco,
especialmente a sus valores simbólicos.
En verdad, el lenguaje del tiro con arco es perfectamente transportable, en forma metafórica, a
casi todos los ámbitos de la existencia. Esto es algo que cualquier poeta, escritor o persona con
un mínimo de sensibilidad puede apreciar, pero es, quizás, en las tierras indogangéticas (cuyos
habitantes son especialmente dados a las historias, las especulaciones filosóficas y los vuelos de
la fantasía) donde dicho lenguaje adquiere una riqueza que podríamos calificar de espectacular.
No queremos, sin embargo, excedernos demasiado y esperamos que basten a modo de muestra
unos versos del “Mundaka Upanishad” (siglo VI a. de C.), uno de los muchos libros sagrados
hinduistas que surgieron como forma de reacción ante el vedismo imperante:

<<  Toma este Upanishad como el arco y coloca en él la flecha afilada de la devoción. Si así lo haces, tu mente permanecerá sujeta y darás en el blanco, que es el Indestructible. >>

<< Om es el arco, el Ser es la flecha y Brahma es el blanco. Éste tiene que ser alcanzado por un hombre de mente firme; entonces, igual que el arco se hace uno con el blanco, él será uno con Brahma. >>

La palabra sagrada sánscrita “Om” hace referencia al universo y al sonido de la vibración
cósmica original del cual es fruto. Al pronunciarla se invoca a la unidad con lo supremo,
juntando lo físico con lo espiritual. “Brahma” sería el Dios supremo y “Upanishad” puede
traducirse como “sentarse cerca”. Se cree que hace referencia a las enseñanzas orales (luego
recogidas en los citados textos del mismo nombre) de diferentes gurús, místicos que practicaban
el ascetismo en plena naturaleza, en torno a los cuales se reunían grupos de escogidos; es decir,
personas opuestas a la religión védica oficial (especialmente a sus sacrificios) y deseosas de
nuevos caminos con los que liberarse de las cadenas terrenales. El vedismo impuesto por los
sacerdotes brahmanes resultaba anacrónico en las pujantes poblaciones sedentarias del centro y
este de la India, más relacionadas, como antaño las ciudades del valle del Indo, con el mundo de
los artesanos y mercaderes que con los pastores seminómadas de origen ario de donde procedía
la casta brahmánica. Este contexto sería el adecuado fermento sobre el que nacerían dos nuevas
religiones que podrían considerarse escisiones del primer hinduismo: el jainismo y el budismo.
Religiones ambas no teístas que coincidían, entre otras cosas, en ofrecer vías mediante las cuales
alcanzar estados superiores de conciencia o, dicho de otro modo, liberadores.
Al igual que en todas las destrezas espirituales del heterogéneo subcontinente indio, resulta
fundamental en el tiro con arco la concentración, contemplación o “dhyana”, palabra sánscrita a
la que se alude en el “Bagavhad Gita” (texto fundamental del hinduismo contenido en el
“Mahabaratha”) como “yoga de la meditación”, practicado desde muy antiguo por los ascetas
drávidas antes mencionados. Es precisamente esta concentración la que hace del príncipe Arjuna
del “Mahabaratha” (el mayor poema del mundo, dividido en dieciocho libros multitemáticos –por
así decirlo- y escrito en el siglo III a. de C.) un arquero simpar, una especie de superhombre
repleto de virtudes, cuya historia, por cierto, contiene aspectos semejantes a las leyendas de
otros magistrales arqueros de Oriente, como el chino Hou Yi o el persa Arash.
Por otra parte, la rica tradición arquera hindú, de la cual damos aquí solo unas pocas
pinceladas, contaba con rituales donde se bendecían los arcos de los guerreros y se realizaban,
así mismo, exhibiciones de su apreciado arte. Arte que se vería, además, muy aumentado al
cruzarse con dos tradiciones igualmente ricas: la islámica, pues ya en el siglo VIII habían entrado
ejércitos musulmanes en la India, y la mogola, cuyos arqueros a caballo fueron los más
mortíferos guerreros de su tiempo. Los invasores mogoles llegaron, en el siglo XIV, de la mano
de Tamerlán, Kan de confesión mahometana que destruyó, no obstante, la ciudad de Delhi, sede
por aquel entonces del sultanato musulmán del mismo nombre. La fusión de tradiciones (india,
islámica y mogola) puede apreciarse, por ejemplo, en antiguas pinturas de arqueros medievales
indios, donde éstos son representados profusamente enjoyados, ataviados con elegantes
vestimentas de vivos colores y empuñando pequeños arcos recurvados prácticamente iguales a
los turco-mogoles. Esta época marcaría el fin del budismo en el país donde había brotado y
florecido, dieciocho siglos antes, pero del que desapareció casi por completo, si bien logró
extenderse por todo el continente asiático. Algo que sucedió gracias, en gran parte, a uno de los
pocos emperadores arrepentidos de la historia: Ashoka (siglo III a. de C.), de la dinastía Maurya,
quien, profundamente apenado por los centenares de miles de muertes que su política de
conquistas provocó en la India, se convirtió al budismo y lo propagó considerablemente.
En la Edad Contemporánea, al iniciarse el dominio británico sobre el subcontinente indio, en
1858, el tiro con arco suponía aún una relevante actividad palatina de algunos rajás, quienes lo
practicaban, al igual que antaño, con arcos metálicos especialmente lujosos y venerados, puesto
que en ellos residía el poder directamente transmitido por Brahma. Las proverbiales cualidades
de todo buen arquero (concentración, disciplina, armonía, dignidad, compostura, etc.) eran
asimiladas, desde la pubertad, por estos reyes hindúes como algo también propio de todo buen
soberano. Sin embargo, con la introducción de “sports” tan de caballeros británicos como el tenis
o el cricket, el tiro con arco inició su declive hasta casi desaparecer por completo en “La joya de
la corona” del enorme imperio victoriano: La India.

(Continuará… )