LA SIGNIFICACIÓN PROFUNDA DEL TIRO CON ARCO

(Segunda parte)

Ricardo García de Celis

En esta segunda parte nos ocuparemos, brevemente, de la historia del arco en el Antiguo
Oriente, puesto que, tras una larga etapa de uso exclusivo en la caza y en la guerra, tan solo allí
se transmutaría, cual burdo metal dentro de crisol alquímico, en herramienta de oro para no
pocos cultivadores del espíritu. Pero, nos guste o no, son indiscutibles las raíces del arco como
arma y nos parece interesante ofrecer algunos datos al respecto.
El arco fue, durante milenios, en el llamado Creciente Fértil (territorio, cuna de la civilización,
en forma de media luna formado por los antiguos Egipto, Levante mediterráneo, Mesopotamia y
Persia), el arma por excelencia de los reyes y guerreros de elite, quienes se ejercitaban desde
muy niños en su manejo siguiendo las directrices de maestros arqueros. Si bien, en combate, la
casta regia o noble, normalmente, no disparaba sus flechas a pie sino desde carros tirados por
onagros o caballos. Del mismo modo, en la caza con arco encontraban estos personajes de alta
cuna su pasatiempo favorito, especialmente en la batida de los otrora abundantes leones
asiáticos, cuya extinción en el Creciente Fértil se debió, en gran parte, a su cacería desmesurada.
Así pues, resulta claro que, en el seno de estas primeras civilizaciones, el arte de la arquería
otorgaba un gran prestigio a quien lo practicase. Baste citar, a modo de ejemplo, la enorme
cantidad de arcos diferentes descubiertos en la famosísima tumba de Tutankamón, usados por el
propio Faraón en vida, o mencionar el no menos famoso “Friso de los arqueros”, una joya del arte
antiguo que representa a los “Inmortales”, selectos guerreros de la numerosa guardia personal
del rey Darío-I y otros reyes de Persia, portando sus arcos, aljabas para flechas y lanzas.
Cuando en Europa, sumida todavía en la prehistoria, los arcos no pasaban de ser meras ramas
de árboles –convenientemente trabajadas, eso sí- con una cuerda atada a sus extremos, las
diferentes civilizaciones del Creciente Fértil, aprovechando los conocimientos de las anteriores o
de las rivales, mejoraron mucho el arco llamado compuesto (de típicas formas recurvadas)
llevándolo a unos niveles impresionantes de excelencia. Los primeros arcos compuestos de los
que se tiene conocimiento –de tiras de madera y cuernos- fueron fabricados por los acadios de
Mesopotamia, palabra que significa “Tierra entre ríos”, pues al igual que todos los pueblos
antiguos que dejaron su huella, más o menos profunda, en esa zona al sur del actual Irak,
prosperaron gracias a la fertilidad de las tierras regadas por los ríos Tigris y Éufrates. En torno al
2.400 a. de C. y gracias, en buena parte, al arco compuesto, las tropas del rey Sargón-I de Acad
conquistaron las ciudades sumerias, fuertemente amuralladas, pero cuyas principales armas de
defensa eran unas pesadas lanzas muy poco eficaces a grandes distancias, al contrario que las
certeras flechas acadias. De este modo desapareció Sumer, la primera civilización de la historia,
surgida hace unos 5.300 años, aproximadamente, que sentó las bases de nuestro mundo con
sus creaciones e inventos extraordinarios: la ciudad, la rueda, el torno alfarero, la escritura, las
leyes escritas, el sistema sexagesimal, etc.
Algo parecido le ocurrió a la siguiente gran civilización humana que, cronológicamente, se
considera siguió a la de Sumer: Egipto. Más campesinos que guerreros, los egipcios, tras un
primer periodo de nacimiento como civilización (hará unos 5.000 años), florecimiento y
decadencia comenzaron a recuperarse e iniciaron una nueva etapa con buenas perspectivas,
pero, en el 1.750 a. de C., sucumbieron ante los hicsos. Estos invasores luchaban bien
protegidos con cotas de escamas y manejaban armas desconocidas para los semidesnudos y mal
pertrechados infantes faraónicos. Los hicsos, al igual que muchas otras etnias asiáticas,
empuñaban arcos compuestos, espadas de bronce y, además, manejaban veloces carros de
guerra. Sin embargo, aprendida la lección, casi dos siglos después, los egipcios lograrían
expulsarlos para alcanzar, hacia el 1570 a. de C., el periodo de máximo poder militar y
económico de su país. Esto sucedió gracias, en gran parte, a haber adoptado de los hicsos,
mejorándolas, sus propias armas y también el caballo, desconocido en las tierras del Nilo, río
que les daba la vida con sus periódicas y fertilizadoras crecidas. A partir de entonces, los
ejércitos de Egipto pasaron a ser una poderosa fuerza y sus arqueros, empleando una versión
propia del arco compuesto (de forma triangular en estado de reposo), se convirtieron, al parecer,
en los primeros en realizar descargas ordenadas y colectivas de flechas, también llamadas
“lluvias de flechas”. La eficacia de ésta y otras tácticas de combate hizo que el imperio egipcio se
expandiese muy considerablemente; aunque, siglos más tarde, cayese a su vez en manos de los
belicosos asirios (663 a. de C.), uno de los pueblos con mayor fama de feroces y crueles de la
historia, poseedores de otra arma novedosa y muy contundente: la espada de hierro, el duro
metal dado a conocer por los hititas del Asia Menor que revolucionaría el mundo antiguo y que
aún, hoy día, tiene una importancia capital en nuestra sociedad.
Resultan muy interesantes los aspectos técnicos de la evolución del arco compuesto, pero no
son objeto de este escrito y lo dejaremos, tal vez, para mejor ocasión. Solo añadiremos, como
última muestra de la superioridad que tan extraordinario arco otorgó a los distintos pueblos
asiáticos que lo usaron, la aplastante derrota sufrida en la batalla de Carras (53 a. de C.) por las
poderosas legiones del ávido triunviro Craso (el mismo que venciera al ejército de esclavos de
Espartaco), las cuales, tras internarse en Partia, sucumbieron bajo las flechas de los jinetes del
general Surena (de tal debacle, por cierto, deriva la expresión “craso error”). A partir de entonces
Roma comenzaría a enrolar a arqueros mercenarios entre sus propias huestes.
No tenemos conocimiento (al menos nosotros, historiadores aficionados) que las citadas
primeras civilizaciones de la humanidad nos hayan legado otros testimonios más que los
arqueológicos o artísticos sobre sus amplios conocimientos del tiro con arco. Sin embargo,
resulta palmaria en ellas, lo mismo que en todas las grandes o no tan grandes culturas del
Oriente Antiguo, la sublimación tanto del arco y la flecha (armas supremas) como los arqueros
(los más eficaces combatientes y hábiles cazadores). Posteriormente, con el nacimiento de los
primeros textos literarios, se añadiría a esta sublimación no escrita pero evidente, la figura del
arquero como héroe legendario, ¡o semi-Dios!, capaz de las más increíbles proezas. La posible
primera referencia histórica a un arquero de estas características puede que se encuentre,
aunque indirectamente, en la obra literaria más antigua del mundo, el poema mitológico sumerio
“La epopeya de Gilgamesh”: nombre de un supuesto rey de Uruk en busca de la inmortalidad,
pues algunos asiriólogos lo identifican con el Nemrod de La Biblia (“poderoso cazador delante de
Jehová”, Génesis, capítulo X). Nemrod, personaje también mítico al cual si se representa
habitualmente como un gran arquero, habría sido nada menos que el primer rey de la
humanidad después del Diluvio Universal. Curiosamente, este mito del diluvio, sin duda el más
grande de todos los de los hombres (¡no hay lugar en la tierra donde, de una u otra forma, no se
haya relatado!), aparece escrito por vez primera en la mentada epopeya sumeria.
Con el paso de los siglos, llegarían para agrandar el corpus (histórico, mitológico y espiritual,
pero también simbólico y ritual, como ya veremos) de la arquería, extensos tratados técnicos de
India, China y Turquía, entre los más significativos, que sería prolijo citar aquí, pero con los que
la historia del arco adquiriría aún mayor relieve y densidad. Nosotros, amable lector, estamos
condensándola mucho pero esperamos, no obstante, hacerle un mínimo de justicia, pues es
también mucho lo que el arco nos ha dado.

(Continuará… )