LA SIGNIFICACIÓN PROFUNDA DEL TIRO CON ARCO

LA SIGNIFICACIÓN PROFUNDA DEL TIRO CON ARCO
(Primera parte)
Ricardo García de Celis

   El tiro con arco nació como actividad cinegética en el Paleolítico Superior, un largo periodo de la Prehistoria finalizado, aproximadamente, en el 10.000 a. de C. No se sabe con exactitud en qué momento se inventó el arco, aunque en comparación con su inseparable compañera la flecha, resulta un utensilio relativamente fácil de fabricar. Hay quien apunta hacia Asia Central, desde donde se expandiría hacia diferentes lugares, pero, al igual que ocurrió con otros inventos humanos, probablemente la primigenia idea fructificó en diversos momentos y partes de nuestro planeta. En cuanto a su antigüedad, los expertos creen que se remontaría a unos 25.000 ó 30.000 años atrás…  ¡tal vez más! Sin embargo, al estar hecho de madera -material perecederolos restos descubiertos más antiguos de un arco primitivo tienen “tan sólo” 17.600 años de edad. Mas, aún tomando únicamente estas casi 180 centurias como el hipotético tiempo real transcurrido desde que se fabricara el primer arco de la historia, aún así, nos parecería indiscutible que el tiro con arco ha de destacar por ser una de las prácticas más remotas de la humanidad… ¡aunque no sólo por eso!: también como elemento crucial para el progreso humano (en paridad con logros tan importantes como el descubrimiento del fuego o la invención de la rueda) y, así mismo, por convertirse, andando el tiempo, en una de nuestras prácticas más trascendentales y profundas. Todo esto, amable lector, intentaremos exponerlo aquí.
   Las sociedades primitivas, al ir adquiriendo mayor conciencia de si mismas, dieron paso a otras más evolucionadas que interpretaron mucho mejor todo cuanto les rodeaba. Es por ello que, en todas las culturas tradicionales, nuestros antepasados, cuya supervivencia dependía más de sus habilidades instintivas que de su agudeza mental, intuyeron muy bien la interrelación que existía en el mundo natural -del cual ellos mismos formaban parte- y, por tanto, respetaban esa “ley no escrita” en todo momento, pero muy especialmente en la caza. Así pues, en general, cuando cazaban con el arco –o con otras armas- lo hacían, además de por una necesidad básica de alimentación (lo cual no los hubiese diferenciado de cualquier otro depredador), como una oportunidad de venerar, en la acción misma de la caza, a ese “Algo” intangible y permanente, que podía identificarse con el animal que, tras larga persecución, era encontrado y abatido.    No somos antropólogos, pero no ignoramos que antiguos cazadores como los indios nativos norteamericanos (para quienes el arco y la flecha eran sus más preciadas posesiones), por ejemplo, tenían ritos de perdón tras la sustracción de una vida y, a la vez, de agradecimiento: en primer lugar, de agradecimiento porque sus tribus podrían seguir subsistiendo gracias a los animales cazados; en segundo lugar, de agradecimiento a ese “Algo” superior e inmanente
(denominado de muy diferentes formas, pero “Gitche Manitú”, es decir, el “Gran Espíritu” de los pueblos algonquinos, sea quizás la más conocida) que, justamente, había permitido al cazador salir bien parado del propio lance cinegético, lleno de peligros y dificultades las más de las veces. En definitiva, una sabiduría de hondo respeto hacia todos los seres, donde ese “Algo” se encuentra en presencia constante, desgraciadamente ignorada por el hombre moderno.
   Nos atrevemos a afirmar, por tanto, que, primero como arma de caza, el arco otorgó al hombre un poder desconocido hasta entonces, por lo que no solamente, desde una perspectiva puramente histórica, debemos darle un lugar de honor entre los utensilios que más favorecieron la preservación y continuidad de nuestra especie, sino también comprender que, gracias a ese poder (que permitía matar certeramente, a grandes distancias y con menor riesgo), se le consideraba un instrumento divino en muchas de las culturas antiguas, sobre todo a raíz de su posterior uso como arma guerrera. En esta nueva función, al transcurrir de los siglos, aunque ya solo en el continente asiático (en Europa no pasó de la caza, la guerra o el deporte), el tiro con arco alcanzaría la categoría de arte sagrado cuyo hondo conocimiento otorgaba al arquero una vía de perfeccionamiento, tanto físico (a través de la acción) como espiritual (a través del autocontrol).
   Lo mismo que cualquier enseñanza hermética, los secretos del tiro con arco, normalmente, eran legados de maestro a discípulo a través de hermandades o cofradías, como las que existían en Turquía, donde, al igual que en todo el Islam, se consideraba al arco una extensión del poder de Alá y, por eso mismo, el guerrero iniciado en los misterios de la arquería besaba siempre con devoción su arco, antes y después de usarlo. Un hecho que no ha de extrañarnos puesto que en las propias enseñanzas musulmanas el arco y la flecha son tenidos en muy alta consideración, ya que, no en vano, el mismo Profeta Mahoma había sido un gran arquero.
   La llamada “Vía del Arco”, es decir, la práctica del tiro con arco como camino espiritual, se encuentra actualmente casi olvidada en la mayoría de los lugares, del Próximo al Lejano Oriente (en Occidente se sabe de dicha “Vía” muy recientemente) donde, en otros tiempos, había nacido y prosperado. Las diferentes escuelas surgidas entonces acusaban diferencias ciertamente considerables (sobre todo en aspectos que podríamos denominar técnicos), pero también semejanzas muy importantes. En este sentido, probablemente, el punto de unión de todas ellas sea la consideración de la “Vía del Arco” como una lucha del arquero consigo mismo, cuya meta sería disolver su propio ego para alcanzar un estado que no puede ser definido, pero que vendría a ser el “Wu” de los chinos o el “Satori” de los japoneses; es decir, una inexplicable experiencia más allá de la mente. Una revelación de “No-dualidad” que podría asimilarse a la “Iluminación” o “Despertar” que preconizan el Brahmanismo, el Budismo o el Sufismo, entre otras corrientes religiosas. Para ello, el arquero debía de atravesar un sinfín de dificultades, todas relacionadas con sus propias angustias e imperfecciones humanas. En definitiva, un arduo “viaje interior” destinado únicamente a aquellos de “corazón más puro”, pues para culminarlo éstos debían de anularse así mismos, abandonarse para dejar actuar, a través de ellos, a ese “Algo” inasible y esquivo, pero superior a todo. Huelga decir que el cambio que una vivencia así provoca en la persona resulta total y absoluto.

(Continuará… )